Por Ricardo Hernandez
Las máquinas del señor Bertrand
Cuando me acerqué al portón negro, miré un candado grueso, un poco oxidado, inmediatamente pensé en la ausencia del señor Bertrand. A través de las hendiduras del portón metálico, eché una ojeada al interior del inmueble.
Había un carro descompuesto, parecía una antigüedad; más allá, al fondo, alcancé a ver planas de periódicos tiradas en el patio de concreto. La puerta de la oficina se encontraba entreabierta, era de madera.
No me había decidido a tocar, ya que el candado era el indicio de que el señor Bertrand tal vez tuvo que salir arreglar algún asunto importante. Eso fue lo que me hizo desistir de tocar el portón, en cambio preferí observar.
Recargué el rostro sobre el frío metal del portón dejando que tan sólo mis ojos pudieran reafirmar que nadie hubiera en ese lugar reinado por el silencio y por el olor a grasa y periódico.
Las referencias que tenía del señor Bertrand era de un hombre recto, y correcto, al que no le gustaban las mentiras, al que por las buenas, se tocaba el corazón para ayudar al prójimo; como también tenía entendido que la secretaria del susodicho, le había aguantado más de veinte años de servicio.
Por señas particulares, la mujer era joven, de mediana estatura, de grandes ojos verdes, pestañas largas, risadas, a tal grado de que todo aquel que la viera, se le olvidaba de inmediato a lo que iba; sin embargo, esa mujer de exquisita cintura, les advertía que al señor Bertrand no le agradaban los hombres mirones ni olvidadizos.
¿Pero quién era ese señor Bertrand del que me había hablado maravillas mi amigo Ricardo Urraca, el periodista?
Saqué las llaves de la bolsa del pantalón. Comencé a tocar el portón rítmicamente como si en ese momento estuviera recordando una canción, cualquiera.
Ricardo Urraca era un cretino, de todo lo que decía se le podía creer un 0000.1%, es decir: nada. De tal manera que yo mismo le di forma a la imagen de ese tal Bertrand: hombre erguido, uno setenta de estatura, bonachón, de sonrisa agradable, etc.
Mientras imaginaba, tuve la sensación de sentirme observado.
Había agachado la mirada, después levanté la vista y miré al fondo del patio. A un lado del armatoste metálico, se encontraba un señor sin camisa, sobre su pantalón color beige, se le notaban manchas de grasa negra, parecía que hubiera peleado contra una gran máquina y hubiera salido vencedor, porque las manos también las tenía manchadas de color negro.
Era un hombre de escasa cabellera, de ralo bigote gris, de mirada cansada, le calculé entre los cincuenta o sesenta años de edad.
“¿Qué se le ofrece?”, preguntó con voz pausada, “¿a quién busca?”.
Grité: “¡Al señor Bertrand!”.
El hombre caminó hacia mí con pasos torpes. “¿Quién le dijo que viniera a esta hora de la tarde?”, “van a dar la seis”, masculló el tipo, “además, la secretaria se fue hace un rato”.
Le respondí que había recibido una llamada a mi celular de parte de la secretaria del señor Bertrand avisándome de la hora en que se me atendería para ver lo de una publicidad en el periódico.
Una vez dicho lo anterior, el hombre se concretó en decirme: “Abra y métase. Venga conmigo mientras llega Bert”. Pensé en decirle “sí, pero ábrame”, si no fuera porque noté que el candado sólo se encontraba sobrepuesto.
En el fondo del patio, había dos gigantes máquinas muy parecidas a lo que se conoce como imprenta. En una de ellas, en la más chica, trabajaba el hombre cuyo rostro transpiraba al momento en que él hacía movimientos simultáneos con los brazos, al manipular palancas, al limpiar una lámina blanca sobre un rodillo grande, a través de la cual pude ver imágenes de políticos, columnas, notas informativas.
“Me llamo Simón”, balbuceó el hombre, “Simón para servirte, Simón para rato”, luego de proferir eso, carcajeó indeciblemente con torpeza: “ja, ja, ja”.
A mi costado derecho, podía verse un anaquel de madera con algunos periódicos. Bajé la mirada al suelo donde estaban tiradas páginas de periódicos de la nota roja. Observé con sosiego las imágenes de sujetos detenidos por diferentes delitos, esa página me causó zozobra por lo que preferí ver la otra parte de la información.
Había permanecido de pie a pesar de que detrás de mí, se encontraba un desvencijado sofá en el cual bien pude sentarme desde un principio.
El olor que se ventilaba en ese singular sitio, me motivaba a continuar escudriñando alrededor: la máquina de imprenta en movimiento, el hombre trabajando con el rostro transpirado, sus manos yertas; ejemplares de periódicos saliendo de la máquina como si fueran tortillas calientes.
Cuando Simón intentó sacar los periódicos de la máquina, la parte principal de un ejemplar se deslizó hasta mis pies.
Lo cogí del suelo y me puse a leer las primeras líneas de una columna. Simón tan sólo se me quedó viendo. El nombre de un escritor llamó mi atención: E.L. Doctorow (1931-2015). Por el año 2015 pensé en que ese escritor tenía poco de fallecido. Sus iniciales, según información del columnista, decía: Edgar Lawrence Doctorow. Novelista norteamericano que en las últimas décadas mostró gran interés por el pasado de su país. Para Doctorow, la memoria es la musa, el punto de partida de toda narrativa…
…El tiempo de otoño trajo consigo la brisa, el olor a humedad, el olor a humo que brota de entre los trozos de leña encendidos. La noche anterior había llovido de manera incesante, por la mañana del día siguiente, el cielo se miraba blanco, con tenues colores de gris…
El día que fui a buscar al señor Bertrand a su oficina, el clima era húmedo, y la brisa bañaba mi rostro así como lo hacía con las chicas de preparatoria que desfilaban por la calle principal, cerca de donde tenía la oficina el señor Bertrand. Iban a dar las siete de la tarde y el señor no se aparecía por la oficina.
“¿Por qué no se sienta?”, preguntó Simón, “ha estado de pie desde que llegó. Bert ya no ha de tardar”.
Simón detuvo por un instante la máquina. Cogió los ejemplares de la bandeja de salida para colocarlos después en el anaquel.
Me senté en el sofá sin despegar la vista del periódico. Nunca hubiera imaginado quién era el autor de la columna, si no fuera porque mis ojos lo cotejaban. Era ni más ni menos aquel periodista al que no le creía ni un 0000.1% de lo que decía:
¡Ricardo Urraca! ¡Cómo, Urraca? ¿El legañoso que se levanta todos los días casi a las once de la mañana? ¿Ricardo Urraca, un extraordinario ensayista?
Volví a caer en la trampa. Ricardo Urraca es una zorra, sin duda, juega, se divierte haciendo alarde de su arte artificioso.
Había concluido la lectura de la columna acerca de E.L. Doctorow. Ricardo Urraca me dejó boquiabierto con esa parte de su talento de escritor, de ensayista. Por otra parte, Simón continuaba con su ardua tarea de imprimir ejemplares.
Un carro deportivo de color amarillo se detuvo del otro lado del portón. Simón volteó a ver quién era, estiró la vista lo más que pudo, enseguida avisó: “Ya llegó Bert, ¿no te dije?”.
Sin que Simón se diera cuenta, metí en mi maletín la parte del ejemplar donde venía la información de Doctorow y me apresuré a recibir al señor Bertrand que había conocido de oídas por mi amigo Ricardo Urraca.
Cuando tuve de frente al señor Bertrand, no podía creer lo que mis ojos reafirmaban a cada segundo. El señor Bertrand era un sujeto de diminuta humanidad. Vestía un traje negro, corbata amarilla; su cabello parecía una melena; imaginé un león enano con melena normal.
Su rostro era expresivo, serio, de ojos saltones, con cicatrices marcadas por espinillas y barros. El señor Bertrand no usaba bigote pero si una vaporosa negra barba de chivo.
Su formal personalidad contrastaba entre un magnate y el artista recién acabado de recibir el premio pulitzer. Dando unos pasitos de pingüino, se dirigió a la puerta de madera que se encontraba entreabierta.
“¿Viene de parte de la condenada Urraca?”, indagó con voz fuerte, como si esa estentórea voz proviniera de un hombre robusto y alto.
“¡Sí, por lo de la publicidad en su periódico!”, exclamé.
Tuve la sensación de una transmutación de personalidad: me sentí el hombrecillo hablando contra un Goliat.
En el interior de su cubil, el hombre diminuto de nombre Bertrand R., solamente me saludó de palabra con un “Hola, caballero, buenas tardes. Adelante”, para luego pasar a una delicada informalidad. “¿Viene de parte de la condenada Urraca?”.
Me invitó a sentarme en una silla de madera, él lo hizo detrás de su escritorio. A espaldas del hombrecillo estaba un librero con abundante material propio de un filólogo: periódicos, libros, enciclopedias, manuales de gramática, de sintaxis, revistas, novelas, etc.
Una vez expuesto el motivo de mi visita, el señor Bertrand dijo amablemente: Le vamos a dar todas las facilidades para que su negocio sea conocido por todo el mundo, hasta en el último rincón de esta ciudad burocrática, por lo pronto permítame invitarle una copa a salud de su infame amigo la Urraca, que tanto me cae bien y lo quiero como si fuera un hermano: salud.
El hombrecillo se llevó a la boca una copa de cristal, el olor a vino llegó hasta mi nariz con deseos de poder probar un trago. Salud, le respondí. Mi mano era tres veces más grande que la del señor Bertrand. Estaba a punto de anochecer y afuera se veía caer una agradable pelusa de otoño.
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